El enigma del hogar embrujado de Isabel Artes
Una joven decide visitar la casa de una mujer llamada Isabel Artes, sin saber que este lugar albergaría recuerdos y secretos que la transportarían de vuelta a su infancia.
Hace tres décadas, aquel hogar era testigo de sucesos inusuales que giraban en torno a una antigua mecedora, la cual parecía cobrar vida propia en ocasiones, o al menos eso se percibía.
La protagonista, en sus aproximados diez años de edad, vivió el inicio de estos extraños sucesos en una tarde de septiembre. Absorta en la lectura, un estruendoso trueno la sacudió repentinamente, arrancándola de las páginas de su libro. Impulsada por el miedo, corrió hacia el cuarto de sus padres en busca de consuelo, donde encontró a su madre y a Rosa, la dedicada ama de llaves que colaboraba en las labores del hogar.
Un Extraño Incidente en la Casa de Isabel Artes
Al llegar al cuarto, la joven se sorprendió al notar que la tormenta había cesado de manera abrupta, un evento bastante inusual. Al dirigir su mirada hacia la ventana, observó con asombro que la mecedora se movía por sí sola. Aunque al principio lo atribuyó al viento, un silencio inusual y profundo pronto lo envolvió todo.
Decidió acercarse a la mecedora para investigar más de cerca este fenómeno, pero un grito repentino de su madre la detuvo en seco. Al observar a su madre, notó que esta dirigía una mirada de terror hacia la mecedora, que continuaba oscilando en un vaivén misterioso. Sin vacilar, su madre se interpuso entre la joven y el objeto en movimiento, agitando frenéticamente los brazos en un intento por disipar la extraña escena. En su rostro se reflejaba un temor profundo y palpable, y sus manos y labios temblaban sin control.
Su madre, visiblemente afectada por el susto que le había ocasionado, se acercó a ella para ofrecerle disculpas. Le explicó que su reacción se debía a un temor profundo hacia las tormentas, una fobia arraigada que la había perturbado en aquel momento. Con el fin de justificar su extraño comportamiento, le confesó que había percibido una sombra en su habitación, lo que la llevó a tomar la decisión de cambiar de cuarto.
En un intento por tranquilizar a su hija, su madre sugirió que la sombra podría haber sido causada por una simple rata, y prometió llamar a los chicos de la fontanería para que se encargaran de eliminarla. Esto implicaba un cambio de habitación para la joven, quien tendría que trasladarse a la habitación de invitados.
Sin embargo, los días pasaban y los chicos de la fontanería nunca llegaban. Cada vez que la joven preguntaba por su llegada, la respuesta era la misma: «¡Cuando puedan!«.
La llegada de su padre aquella tarde infundía en Andrea un profundo sentimiento de tranquilidad, pues sabía que él resolvería el problema de la molesta rata. Sin embargo, cuando Andrea intentó abordar el tema con su padre, este le aseguró que no había nada en su habitación y que su madre había cerrado la puerta por precaución. Le explicó que su madre pensaba haber visto una sombra en el cuarto, sugiriendo que podría tratarse de algo sobrenatural, como un fantasma. Esta revelación dejó perpleja a Andrea, quien comenzaba a cuestionarse la estabilidad mental de su madre.
Ante la petición de Andrea de retirar la mecedora de la habitación, su padre le explicó que esto significaría que tendría que abandonar su cuarto.
La mecedora, un objeto heredado de su abuela, tenía un significado especial para Andrea, quien sentía un vínculo emocional profundo con ella. La idea de separarse de la mecedora representaba una verdadera contrariedad para la joven.
Andrea comenzó a intrigarse por lo que su madre había presenciado, ya que había ciertos sucesos inexplicables. A pesar de los intentos de Andrea por sonsacarle información a Rosa sobre lo ocurrido durante la tormenta, esta se mostraba reacia a hablar. Sin embargo, Andrea tenía la certeza de que Rosa ocultaba algo.
Los padres de Andrea tomaron la decisión de alejarla de aquel pueblo para protegerla del peligro. Aunque le prometieron que irían de vacaciones en varias ocasiones, nunca lo hicieron. Las Navidades y la Semana Santa pasaron sin que pudieran realizar el viaje, primero debido al embarazo de su madre y luego al nacimiento de su hermanito, Dani.
El tiempo siguió su curso y la familia nunca volvió al pueblo. Con el paso de los años, Dani y Andrea se casaron y completaron sus estudios. Dani se mudó a Estados Unidos para trabajar y formar su propia familia allí.
Andrea terminó por convencerse de que la sombra era simplemente una invención.
Sin embargo, Andrea seguía intrigada por lo sucedido, por lo que decidió visitar a Rosa para obtener más información sobre aquella tarde.
Decidida a desentrañar el misterio, Andrea regresó al viejo caserón. Para su sorpresa, encontró a una mujer que creía que era Rosa, pero en realidad era su hermana, María Francisca. La casa estaba en un estado de abandono total: las persianas rotas, suciedad, telarañas y mucho polvo, pero a pesar de todo, todo parecía estar igual que siempre.
Andrea se sentía nerviosa mientras se acercaba al antiguo dormitorio. Sabía que dentro de unos minutos estaría frente a la puerta que guardaba tantos recuerdos. Sin embargo, al intentar abrirla, se dio cuenta de que estaba cerrada con llave. Decidida a entrar, comenzó a buscar las llaves por toda la casa.
Después de una búsqueda ansiosa, finalmente encontró las llaves escondidas en el forro del colchón. Con manos temblorosas, desbloqueó la puerta y la abrió lentamente. Al adentrarse en la habitación, su mirada se posó de inmediato en la mecedora, que permanecía inmóvil, sin ninguna sombra que la acompañara.
A pesar de su deseo de alquilar la casa y regresar a la ciudad, María Francisca le advirtió que probablemente nadie querría comprarla. La razón, según ella, era el rumor que rodeaba a la casa: la leyenda de la tejedora de la muerte.
María Francisca era una anciana de aspecto austero y desagradable que pasaba sus días tejiendo constantemente junto a la ventana de su casa. Los niños del pueblo le tenían terror, la consideraban una especie de bruja, mientras que los mayores afirmaban que era una persona malvada capaz de hacer daño a otros. Nacida en la misma casa del pueblo donde residía, su presencia estaba envuelta en una aura de misterio y temor. Aunque Andrea era demasiado joven para recordarla, la figura de María Francisca se mantenía como una sombra en la memoria colectiva del lugar.
La historia de la familia de Andrea se entrelazaba con la de María Francisca. El bisabuelo de Andrea tuvo dos hijas, siendo una de ellas Elisa, quien se casó a temprana edad con un hombre de mala reputación, conocido por ser alcohólico y jugador empedernido. A pesar de las advertencias de sus padres, Elisa persistió en su decisión de casarse con él. Mientras tanto, la hermana de Elisa, Claudia, eligió a un buen hombre como esposo y formó una familia feliz y próspera, mientras que Elisa no tuvo hijos y su matrimonio fue un fracaso.
Ante la falta de descendencia y la incompatibilidad de su matrimonio, los padres de Elisa decidieron que la herencia recayera en Claudia, quien había demostrado ser trabajadora y digna de confianza. Mientras tanto, Elisa se refugió en su afición por el tejido, dedicándose a esta tarea de forma obsesiva mientras criticaba a los demás a su alrededor.
Cuando se leyó el testamento de sus padres, a Elisa se la llevaron los diablos debido a su gran orgullo y terquedad. Al día siguiente, decidió mudarse a la casa de la iglesia, a pesar de que Claudia le ofreció quedarse en su hogar. Se cuenta que, al salir de aquella casa, juró por su alma que regresaría a su antiguo hogar, incluso si tuviera que hacerlo en la muerte misma. Elisa rechazó cualquier tipo de relación con su familia, enfocándose en su peculiar actividad de tejer la muerte: un tejido sin forma, una estrecha tira de lana formada por franjas del mismo tamaño, que variaba en longitud dependiendo de la edad de la persona fallecida.
La historia de Elisa evocaba una misteriosa presencia espectral, lo que llevó a Andrea a reflexionar sobre la sombra que su madre había visto en aquella fatídica tarde.
En el día del entierro de Elisa, sucedieron eventos extraños que dejaron perplejos a los presentes. El cortejo fúnebre pasó frente a la casa de la difunta, deteniéndose repentinamente, como si algo invisible lo ordenara. De manera súbita, comenzó a llover, recordando a la tarde en que la sombra había sido avistada, y un silencio sepulcral envolvió el ambiente. Cuando el ataúd fue abierto, se descubrió que la difunta tenía los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre su pecho. Sin embargo, entre sus manos descansaban sus agujas de punto, junto con una labor finalizada. Las agujas se mantuvieron en su lugar, incluso cuando intentaron retirarlas, lo que llevó a la creencia de que Elisa se las llevó consigo en su viaje al más allá.
A Andrea se le ocurrió un experimento perfecto para tratar de desentrañar los misterios que envolvían a la difunta. Decidió encerrarse en su antigua habitación y concentrarse en el pasado, buscando desesperadamente algún indicio que le revelara la verdad. A pesar de sus dudas iniciales, finalmente se armó de valor y se dispuso a enfrentar lo desconocido. Fue entonces cuando presenció cómo la mecedora cobraba vida una vez más, y la sombra de la misteriosa mujer se proyectaba ominosamente en la habitación.
Días después, decidida a indagar aún más en los enigmas del pasado, Andrea repitió el experimento. Esta vez, la presencia de la tejedora parecía acercarse a ella con una sensación de disfrute mórbido. La siniestra figura de la mujer la atemorizaba profundamente, y en un momento de pánico, la tejedora intentó atacarla. Recordó entonces el día de la tormenta, cuando su madre había agitado frenéticamente los brazos y tirado de la labor para alejarla.
El rostro de la tejedora se convulsionó por la ira, desfigurándose de manera grotesca y desconcertante. En ese instante, su apariencia cambió radicalmente, y Andrea se dio cuenta de que ya no sentía ira hacia nadie.